Caminando sólo una hazaña importa: la intensidad del cielo, la belleza de los paisajes. Andar no es un deporte.
Todo lo que me libera del tiempo y del espacio me aleja de la velocidad.
“Estuve toda la mañana en buena compañía, hasta que vino alguien a visitarme” —Thoureau
No tener nada que hacer más que caminar permite recuperar el puro sentimiento de ser, redescubrir la simple alegría de existir, la que constituye la esencia de la infancia.
La marcha, al liberarnos de carga, al arrancarnos la obsesión del hacer, nos permite recobrar esa eternidad infantil.
El costo de una cosa es la cantidad de vida que hay que da a cambio de ella, de manera inmediata o durante un periodo de tiempo.
La frugalidad es descubrir que la sencillez satisface por completo.
El verdadero sentido de la marcha no es ir hacia la alteridad, sino estar al margen de los mundos civilizados, sean los que sean.
A lo largo del camino, uno pierde poco a poco su identidad y sus recuerdos, para no ser ya más que un cuerpo que camina interminablemente.
Con demasiada frecuencia y desde hace demasiado tiempo, nos invaden imágenes perniciosas que nos hacen creer que la plenitud depende de la posesión materia y del reconocimiento social.
La felicidad es frágil en el sentido de que no es repetible. Son ocasiones, como hilos de oro en la trama del mundo.
Lo ineluctable en la marcha es que, una vez hemos partido, estamos obligados a llegar.
El trabajo siempre acaba por provocar nerviosismo, por culpa de una concentración demasiado larga.
Vivir por encima de nuestras posibilidades es, ahora y siempre, explotar al prójimo.
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