Una de las enseñanzas clave de la
filosofía budista se centra en el reconocimiento y la expresión de las
emociones que nos embargan, en que es imposible que todo sea perfecto para todo
el mundo, que la vida tiene momentos maravillosos pero también momentos duros,
y que hay que experimentarlos y aceptarlos, porque ellos también forman parte
del proceso vital. La huida hacia delante, o la simple negación u ocultamiento
bajo capas de pintura de estas emociones es precisamente lo que acaba
volviéndonos tristes.
La película de Pixar "Inside-out" (Pete Docter y Ronnie del Carmen, 2015) es una obra
maestra. No solo por explicar de manera tan sencilla y perfecta el
funcionamiento de algo tan complejo como el cerebro humano, y de paso, meterle
la dosis de emoción y melancolía necesaria para que nos conmueva, si no porque
además, nos manda un mensaje de psicología avanzada, no ya para los niños, que
también, si no para los padres. Yo pertenezco a una generación de niños –sobre
todo varones- a los que se les decía “los hombres no lloran”, o “llorar es de
niñas”, o “no te quejes, tienes que ser un hombre”. Y después, de adolescente o
adulto, con que tuvieras algún altibajo emocional, lo que era la norma
establecida era irse de borrachera con los colegas para “olvidar”. El caso era
festejar, hacer siempre lo posible para “pasarlo bien” y “estar feliz”, pero
nunca, nunca, nunca, bajo ningún concepto, expresar y compartir tus
sentimientos. Los malos momentos no había que experimentarlos, había que
enterrarlos, ocultarlos, bien fuera bajo litros de alcohol o bajo toneladas de
bromas y chascarrillos. Como si estar triste fuera un impedimento para el
correcto avance de la vida. Nada más alejado de la realidad.
La muerte forma parte de la vida, y
cuando alguien muere, no hay que estar contento al día siguiente. Cuando una
relación se rompe, no hace falta estar lleno de energía y optimismo al minuto
de que nos hayan dejado. La vida tiene su ritmo, y para que las emociones se
desliguen de los recuerdos, necesitan un tiempo. Es fisiología pura y dura. Si
dejamos que ese tiempo pase de manera correcta, expresando esas emociones y
esos recuerdos emotivos cuando aparezcan en nuestro cerebro, poco a poco, a
base de repetir, de contar, de hablar, de reflexionar, en definitiva, de compartir
esos sentimientos, la emoción ligada a ese recuerdo se irá desvaneciendo poco a
poco, su unión se irá debilitando. Por
supuesto, en algunos casos muy significativos, siempre habrá algún resquicio de
emoción negativa asociada a ese recuerdo, pero como ya lo sabremos, no nos
pillará por sorpresa, y aceptaremos su presencia, con viviremos con ella como
una parte más de nuestra vida. Entenderemos que la vida tiene infinidad de
momentos, y que es totalmente imposible que todos sean buenos, alegres y
felices, una vida así sería mentira, sería de plástico, no existe. Y además, si
así estuviésemos acostumbrados, una simple rotura de una uña sería una tragedia
para nosotros. No es real, estaríamos viviendo en una –frágil- burbuja de
cristal. Cuando antes entendamos eso, más felices seremos. Emborracharse para
olvidar, no dejar llorar al niño cuando está triste, no manifestar delante de
los demás que lo estamos pasando mal e impostar siempre una felicidad
inexistente, lo que hace, es que las emociones negativas permanezcan unidas a
los recuerdos con toda su fuerza, y cuando estos, consciente o
inconscientemente tomen el control de nuestro cerebro, lo harán con esas
emociones asociadas, lo que desembocará en un ánimo negativo o lo que es peor, en
algún tipo de trastorno emocional.
La película de Pixar nos muestra todo esto y más.
Porque además nos enseña como las vivencias que vamos teniendo en nuestra vida
conforman nuestra personalidad, como se almacenan los recuerdos, como se
olvidan, como al “hacernos mayores” tenemos que dejar atrás, para siempre,
partes importantes de nuestra identidad de niños pequeños –aunque sería mucho
mejor para todos que al menos conserváramos alguna-, como se toman decisiones
erróneas, como si la ira toma el control de nuestro cerebro no se puede pensar con
claridad, como “el saber” sí ocupa lugar, como los hechos y las opiniones a
veces se confunden, como discurre el pensamiento, como “el
almacén” de recuerdos es en parte como un gran cuarto
desordenado, como se forman los sueños, o lo fácil que se escapan los miedos del inconsciente. Pero sobre todo, como dije al principio,
muestra –nos muestra- que en la vida no todo tiene que ser alegría, que los
momentos tristes también forman parte de nosotros, que la tristeza no se puede encerrar en un círculo para evitar que participe en la vida real, porque tarde o temprano lo hará, que no se pueden ignorar... al contrario, esos momentos hay que vivirlos, compartirlos y experimentarlos, y así, aunque en
principio parezca ser un camino más largo, tortuoso y sufrido, se consiga
alcanzar una felicidad verdadera, afianzada sobre unos cimientos sólidos y
consistentes, que nos harán ser capaces de resistir cualquier eventualidad que
se nos presente en ese largo camino que es el discurrir vital.
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