El color de todo aquello removía en él algo olvidado hacía tiempo.
Él pensaba que en la historia del mundo tal vez incluso había más castigo que crimen, pero ese era un vago consuelo.
Dicen que las mujeres sueñan con el peligro que acecha a sus seres queridos y que los hombres sueñan con el peligro que corren ellos mismos. Pero yo no sueño nada.
Hablaba en una negrura sin profundidad ni dimensiones.
Una música amorfa para la próxima era. O quizá la última música en la Tierra, surgida de las cenizas de su devastación.
Parecía algo salido de un campo de exterminio. Famélico, extenuado, enfermo de miedo.
Un camino largo con hierba muerta.
Sueños suntuosos de los que aborrecía despertar. Cosas que el mundo ya no conocía.
El cielo del mediodía negro como las bodegas del infierno.
Una tierra destripada y erosionada y árida. Huesos de seres muertos desparramados en los aguazales. Basurales de desperdicios anónimos.
Las olas encrespadas rompiendo opacas y plomizas y su sonido en la distancia. Como la desolación de un mar extraño rompiendo en las playas de un mundo inaudito.
Te llevo en mi corazón, como te he llevado siempre. Eres el mejor que conozco. Siempre los has sido.
Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidas y musculosas. En sus lomos había dibujos vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos de una cosa que no tenía vuelta atrás.
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