Hay más cine en los
nueve minutos que dura “Zima Blue” (Robert Valley, 2019) que en miles de horas
de metraje del 90% de las películas que copan hoy en día nuestras carteleras.
En esos nueve
minutos que dura el corto de animación de la serie de “Love, Death & Robots”
(David Fincher, Tim Miller, 2019), se condensan películas tan grandiosas como “Ciudadano
Kane”, “Blade runner”, “Gohst in the Shell”, “The Square”, “La gran belleza” o “Toy
story”.
En “Zima Blue” se
habla de felicidad, se habla de filosofía, se habla del sentido de la vida; se
habla de budismo, se habla de identidad, se habla del Arte, se habla de la
creatividad; se habla de la inteligencia, del esnobismo, de la superficialidad,
de la banalidad de la fama y el éxito, de lo que es ser un “ser humano”, de sus
motivaciones, de su conocimiento, de la búsqueda de la VERDAD… En definitiva, en
“Zima Blue” se habla de qué es la vida, de cuál es su sentido y de qué es estar
vivo y viviendo... de ese viaje interior que te lleva hasta los confines del
cosmos para que seas capaz de descubrir
que puedes tenerlo todo, pero si o te tienes a ti mismo, nunca llegarás a tener
la felicidad.
Y por si fuera poco,
“Zima Blue” habla de todo esto desde una estética maravillosa, con una
narrativa cinematográfica perfecta, con una potencia visual apabullante, con
imágenes y secuencias que transmiten más en diez segundos otras obras en dos
horas y media.
Mención aparte es la
secuencia final del corto. En esta, Zima, en lo que es además su última obra de
arte, se sumerge en su piscina mientras se deconstruye a sí mismo para dejar
salir su verdadero yo, el Zima original, ese niño que lleva dentro y que ha
sido el motor que ha impulsado su magnífica creatividad, su arte, su búsqueda
de la verdad; y así quitarse la máscara social y dejar de ser el Zima que todos
conocen para alcanzar la máxima felicidad y paz posible: volver al origen; volver
ser aquello que era y hacer aquello que hacía en su infancia virginal, volver
al sencillo juego inicial; retornar a la vida de aquel mundo perfecto, a la
seguridad y tranquilidad del útero materno.
Esta secuencia es de
una potencia visual que rara vez he visto en el cine; en diez segundos se condensan filosofía,
psicología, inteligencia artificial, humanismo… y a la vez, ese acto es una
obra de arte para el consumo de las masas y para criticar ese consumo insubstancial,
porque la gente que lo está contemplando no es consciente de la magnitud de la
obra de arte que están presenciando, sino que solo se escandalizan y solo se
preocupan porque van a perder a Zima, el artista de moda. Tan solo la
periodista, la narradora de la historia, se da cuenta de la dimensión y el
significado de la obra de Zima, y cuando lo entiende, abandona la escena.
Todo esto está
comprimido en una única secuencia de apenas diez segundos. Hay nostalgia, hay
celebración, hay arte, hay crítica al arte y su consumo, hay felicidad, hay
sentido de la vida, hay filosofía, hay psicología, hay belleza, hay reflexión
sobre los límites de la inteligencia y consciencia artificiales… es una
metáfora de lo que es la vida, lo que es estar vivo y cuál es el sentido de
todo ese proceso, utilizando para ello un robot autoconsciente y artista que se
deconstruye a sí mismo para volver a ser el simple y feliz niño que habita en
su interior. Sublime.
Además de esto en
“Zima Blue” también se tocan los temas de la autoconsciencia de las máquinas,
la inteligencia artificial, y como los robots pueden llegar a cuestionarse sobre
el sentido de su existencia. Pero lo curioso, es que es tan potente el mensaje y
la secuencia final, que toda la reflexión filosófica de una máquina siendo
consciente de sí misma y creando arte, queda relegada a un segundo plano y casi
sin trascendencia, es decir, lo que para “Blade runner” o “Gohst in the Shell”
era el centro y la justificación de una película, en “Zima Blue”, un corto de
10 minutos, es algo secundario, porque el tema principal es mucho más trascendente que
eso.
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