La última película del sueco Ruben Östlund es una maravillosa crítica a todo lo que rodea actualmente al mundo del “arte”. The square (Ruben Östlund, 2017) nos muestra un mundo que hoy en día
ha quedado reducido a un reducto de elitismo al que solo tienen acceso
las clases sociales altas. Tanto para ejercerlo como para consumirlo. Consecuencia de ello, se ha perdido su esencia: el carácter transgresor del arte se ha esfumado, transfigurándose en postureo, donde el parecer ha cobrado más importancia que el ser.
Como
bien se apunta en uno de los múltiples sketches que conforman la
película, si haces una obra de arte pero no se expone en un museo, no
haces nada; pero si juntas unas cuantas latas, las pegas con celofán, le echas encima unas hojas de azafrán, y lo expones en una galería, entonces se convierte en arte, y tú en un artista. Por supuesto, para ganar caché tienes que ponerte unas gafas de pasta fosforitas y acudir en pijama a la cena de gala. Si vas en vaqueros tu obra vale menos... y no saldrás en las portadas de los periódicos.
Basándose en esta premisa de estupidez aderezada con esnobismo y unas gotas de sensacionalismo, vemos en la cinta Östlund a
gente maravillada ante montones de arena alineados sobre el suelo, que
si son barridos por el personal de limpieza, se arrejuntan todos otra
vez y santas pascas, total, nadie notará la diferencia. O también observamos a los responsables de márquetin hacer un vídeo promocional guiándose única y exclusivamente por las variables que han demostrado dar más clics en las redes sociales –a
la sazón: mendigos, niños, pelo y piel claros, y violencia-, lo que da
como resultado un clip en el que una niña mendiga rubia de ojos azules
vuela por los aires (sic).
Y en medio de todo ello el genial Claes Bang como Christian,
el director del museo de arte en el que se centra toda la película. Él,
como el resto de personas que aparecen en la película relacionados
directa o indirectamente con el mundo del “arte”, vive en este Universo ficticio –que él ha ayudado a crear, ojo, que aquí no hay víctimas, son todos responsables, la sociedad también por haberlo permitido- completamente desconectado de la realidad que le rodea. Pero es una desconexión psicológica y forzada, no física ni verdadera. A los snobs que nos muestra Östlund les encanta sentirse distintos, y así actúan y se comportan, pero la realidad es que viven en la misma sociedad que el resto de la población, y por eso todos acaban interaccionando con ese “otro mundo” de alguna u otra manera.
De hecho, es de esta estúpida y clasista incoherencia, de este contexto antinatural de donde surgen las situaciones cómicas que constituyen el esqueleto argumental del film.
Östlund utiliza la sátira, el absurdo y hasta el surrealismo para mostrarnos el choque de esta realidad paralela ficticia, provocada por la superficialidad y pérdida de identidad de los personajes que pueblan el museo –símbolo de ese Universo paralelo psicológico en el que viven-, y “el resto” de la gente con la que cohabitan. Incluso cuando interaccionan entre sí, estos personajes principales parecen desubicados, irreales, plastificados; como si cuando estuviesen fuera del museo sin representar sus papeles de “artistas” no supieran como proceder.
Todas sus situaciones “normales” parecen forzadas, atrancadas, artificiales, sin fluidez… desde una simple conversación hasta una disculpa, pasando incluso por los encuentros sexuales. Fuera de su “teatrillo” los personajes están desvalidos, no saben como interactuar naturalmente con los demás ni con ellos mismos.
En The square, Östlund utiliza el mundo del arte como metáfora de una sociedad en la que todos representan un papel, y nadie es uno mismo; en la que todos son muy agradables y sociales en la superficie, pero nadie sabe relacionarse ni conectar con “el otro” en profundidad; en la que todo parece real pero no es más que un holograma de poliespán; y esa desconexión la acaban pagando los más desprotegidos.
En The square todos juegan a ser artistas, pero nadie hace arte; y cuando el verdadero arte –y el verdadero artista- se presenta ante ellos -la sobresaliente secuencia del hombre mono-, todos se escandalizan, se quedan paralizados, y acaban reaccionando con violencia. El arte ha venido al rescate y el niño/mono ha gritado “el rey va desnudo”, y se ha descubierto la pantomima.